La casa de los García Márquez: un señor de bigotes vestido de blanco

Recuerdos y anécdotas de Gabriel Torres García sobre su tío Gabriel García Márquez.
Por:
Gabriel Torres García

La casa de mis abuelos en mis años de infante se encontraba ubicada en el callejón Santa Clara del barrio Manga en la ciudad de Cartagena, esa misma ciudad que sirvió como puerto de esclavos en la época de la conquista y la colonia había quedado impregnada de historias y de leyendas, de marqueses y virreyes, de obispos y abadías, de mitos y de creencias culturales heredadas de los negros traídos como esclavos del África.

Manga era una isla en la que se habían situado las grandes haciendas pertenecientes a las familias más prestantes, los mismos que habían controlado los destinos de la vieja ciudad, desde los tiempos inmemoriales de la Conquista. Debido a los nuevos vientos renovadores de principio de siglo y al crecimiento demográfico, todas estas familias que residían en la ciudad amurallada comenzaron a inmigrar hacia sus haciendas y sus descendientes fueron poco a poco urbanizándola, hasta dar paso a lo que sería  uno de los sitios  señoriales de la nueva Cartagena.

Manga, con el pasar de los años, se convirtió en un barrio adornado con grandes caserones, de pisos ajedrezados y ventanas de cuerpo entero, que daban la sensación nostálgica de que el tiempo se hubiera detenido en ellas, en donde el viento susurraba al oído los ecos del pasado. Por sus patios y traspatios, en las noches oscuras, se escuchaba el lamento de una  mujer sin nombre en busca del cadáver de su hijo insepulto. 

En esa temporada decembrina, la casa de mis abuelos estaba más viva que nunca. Continuaban llegando poco a poco desde todas partes tíos, primos y parientes desde la Guajira hasta las sabanas de Córdoba y Sucre. No se sabía a ciencia cierta quién vivía o quién estaba de visita, se establecían turnos para sentarse a la mesa, organizados según la jerarquía de edades de mayor a menor, primero los adultos luego los jóvenes y por último los niños, aunque no faltaban los que nos tomábamos por asalto un puesto en la mesa entre los jóvenes y a puñetazos y mordiscos hacíamos valer nuestros derechos de futuros adolescentes. Había tanta gente que en muchas ocasiones no terminaban de atender el desayuno, cuando ya había que comenzar a poner la mesa para el almuerzo, pero a pesar de todo, aquel era un caos organizado donde el común denominador siempre fue el amor y la felicidad. 

A medida que trascurrían las vacaciones, el grupo de primos continuaba en aumento y junto a los vecinos más cercanos, armábamos equipos y nos enfrentábamos en campeonatos de pelota a los equipos de las otras calles del barrio. Era la manera en que los niños  de esa edad nos divertíamos. En ese entonces aún no existían los juegos de videos y podíamos ser más libres, más niños.

Luego de uno de esos tantos juego de pelota, cuando el ardiente sol del Caribe nos había chamuscado hasta la saciedad y  la temperatura de cuarenta grados a la sombra nos obligaba, regresábamos en estampida a la casa de mis  abuelos, en busca de una bebida fría de cualquier cosa, que en mi familia se le conoce como “chuculia”, especialidad de  mi abuela Luisa Márquez.

La casa giraba en torno a la cocina, allí se reunían en muchas de las ocasiones. Mi abuela, que era el centro del matriarcado familiar, podía participar sin suspender sus quehaceres cotidianos. Ella, al igual que mi abuelo, fue una narradora innata que cuando contaba una historia mantenía en vilo desde el más pequeño hasta el mayor, con un poder de evocación tan intenso que cada anécdota y cada personaje parecían hacerse visible en el vapor de las ollas hirviendo de su cocina, desde donde manejaba con hilos invisibles los destinos de nuestra estirpe. Fue una mujer incansable a la que siempre recuerdo en función de un asunto doméstico por resolver, todos los días se levantaba cuando despuntaba el alba y la veíamos antes de que nos fuéramos a dormir, repartiendo vasos de “chuculia” con galletas para matar el antojo, ya que tenía la creencia de que si alguien moría durante el sueño al menos lo haría sin hambre. Sería por eso que uno de sus hijos le dijo que cuando la muerte viniera a buscarla ella le respondería: “espéreme un momento que estoy haciendo un jugo”.

Como el camino más corto hasta la cocina era la puerta de atrás de la casa, mis primos y yo entrábamos por allí como  una manada de caballos, sudorosos, alborotados y hablando en  una conversación al unísono de quién había sido el mejor en el juego o quién había hecho lo peor, a carcajadas festejábamos o discutíamos, pero siempre con la euforia de la niñez feliz en unas vacaciones de diciembre.

Luisa Márquez, quien siempre estaba pendiente de  mantener la armonía y la cordura de la casa, esa tarde en que regresábamos del juego  de pelota, nos salió al encuentro con su caminar sigiloso y actitud mediadora diciéndonos que bajáramos la voz, que era de mala educación entrar haciendo tanto ruido y que no se nos ocurriera acercarnos a molestar a la sala. Debido a mi curiosidad, la que siempre se anteponía a la razón de los adultos, me separé del resto de primos y  me acerqué a los calados que dividían el comedor de la sala, fue entonces cuando lo vi: era un señor de bigotes vestido de blanco que, sentado en una mecedora, disfrutaba de un vaso de “chuculia”. Lo sostenía con la mano derecha dejando ver una brillante pulsera de plata; su pierna derecha doblada mostraba unos zapatos blancos sin medias, e irradiaba aquel hálito natural de altivez y arrogancia que siempre ha identificado a mi familia como una marca de nacimiento. “Carajo, tanto alboroto por ese señor”, repliqué. Casi al tiempo, como si hubiera adivinado lo que iba a decir, mi abuela respondió: “Silencio, que ese es su tío Gabito”.

Lo que en la ignorancia de mi corta edad no sabía, era que Gabriel José de la Concordia García Márquez, además de ser el tío Gabito del que tanto hablaban en la familia, era ya y en ese momento uno de los escritores más famosos en el planeta; sus libros se vendían con la misma urgencia con que se compran los artículos de primera necesidad y tanto sus historias como sus personajes eran los mismos de los que escuché hablar desde que tuve uso de razón en esas reuniones de los mayores, a las que él bautizó como “Rincón guapo”, que no eran más que un método para ejercitar la memoria y mantener viva la tradición oral que de generación en generación ya venía gestándose desde los tiempos de papa Lelo (Nicolás Ricardo Márquez).

Al igual que yo, varios de mis primos no lo conocían personalmente. Se había ido a Europa cuando todos éramos muy niños, incluso algunos aún no habían nacido, por consiguiente no podíamos  recordarlo, solo sabíamos de él, por las historias que escuchábamos en las conversaciones de los rincones guapos que hacían sus hermanos y por una caja abarrotada con cinta transparente, llena de remiendos por los intentos fallidos de ser abierta, los cuales habían sido  impedidos a  tiempo por la encargada de la caja, la misma que había logrado que sobreviviera a varias mudanzas y a la curiosidad insaciable de muchos de los miembros de la familia. Era una caja más antigua que mi edad, vinieron con ella desde Sucre y le fueron anexando las cosas que Gabito fue dejando olvidadas en la casa de sus padres. Así que todos sabíamos de la existencia de un tío llamado Gabito porque en esa caja, con un papel de cuaderno escolar pegado con cinta transparente y escrito con una caligrafía perfecta, la que todos reconocíamos como la de la tía Margot, en letras grandes y en tono de advertencia, nos decía:  “prohibido tocar, propiedad de Gabito”.

Años después, supimos que el contenido de la caja eran unos libros que los amigos de La cueva de Barranquilla le habían enviado a Gabito para que pasara una convalecencia con su familia cuando aún vivían en Sucre. Lo más imperdonable, pero también lo más común en una familia tan numerosa, es que por más que trató la encargada de la caja de mantener a salvo su contenido, le fue completamente imposible.

Cuando Gabito regresó de Europa y se acordó de la existencia de esa caja dio la orden de abrirla, pero ya estaba incompleta. Mi tía Margarita, quien se sintió molesta con el resto de sus hermanos y apenada con Gabito, no paraba de llorar. Él, que para todo tenía una respuesta salomónica y con la intención de tranquilizar a su hermana, le dijo: “Lo sorprendente no es que esté incompleta, ya eso lo asumía, lo sorprendente es que después de tanto tiempo lograras que aun existiera esta caja, eso sí es admirable.” Dando el tema por terminado. Nunca se supo cómo o quién extrajo de la caja un pasaporte vencido de Gabito, la carta que monseñor Espejo le escribió al coronel Nicolás Márquez para informarle que el caso de su hija con el señor García estaba perdido y la segunda versión de la primera novela de Gabriel García Márquez, La hojarasca, la que había escrito en un altillo de la casa del Pie de la Popa, cuando la familia apenas lograba reponerse del cansancio por la mudanza desde Sucre y la dejó al igual que el resto de las cosas que venían en la caja, en custodia de su hermana Margot. De mano en mano este manuscrito fue a parar donde un coleccionista anónimo en Nueva York, quien en la primera oportunidad, estando en el bar Café Carlylede Manhattan donde woody Allen tocaba el clarinete, le reveló a Gabriel José el honor del ser el custodio de esos papelesy este suceso, al igual que muchos que iré tratando de develar durante mis narraciones, pasó a engrosar la lista de los grandes misterios sin resolver que podían ocurrir en cualquier numerosa familia de la Costa norte del Caribe colombiano.

De las historias que nos contaban en esos rincones guapos y de las ocurrencias de muchos de sus hermanos, vi como cobraban vida  varios  de los personajes de sus novelas y las anécdotas o historias que escuchábamos, muy ágilmente él  las convertía en joyas que quedaron para el deleite del mundo literario y que recrea ese ambiente en el que crecí junto a todos  mis tíos y primos en aquellos años felices de la niñez.

Fue en aquella tarde de juego, en que lo vi en la sala de la casa de mis abuelos, que pude comenzar a entender, ya teniendo dominio de razón suficiente, quién era y la magnitud del hombre grande que había logrado llegar a ser.

Hoy, luego de haber transcurrido casi medio siglo y de haberlo conocido en muchas de sus facetas; desde ese tío siempre afectivo y cariñoso que impregnaba de alegría las visitas donde mis abuelos; o aquel que una vez cerrada la puerta de la calle lograba despojarse de esa fama que traía a cuestas, que en ocasiones lo asfixiaba y no lo dejaba ser feliz, para lograr disfrutar de la compañía de sus padres y sus hermanos como otro hijo más del telegrafista. 

Ya en mi vida de adulto y con la visión milimétrica del escritor, comienzo a darle el valor justo a todas estas vivencias  y me siento testigo afortunado de haber visto cómo de las reuniones con sus hermanos, de las cuales era no solo un conversador excelente, sino  también un buen observador,  nutrió gran parte de su mundo literario.

Con el pasar del tiempo, fui viendo cómo su bigote y su cabello silvestre se tornaban de un blanco plateado, pero aun así logró mantener una vitalidad sin edad que lo caracterizó durante gran parte de su vida, y que nos daba la sensación ilusoria de que dentro de los seres vivos él estaba exonerado de los sordos poderes de la muerte; hasta que lo vi en los últimos años, convertido en aquel abuelito taciturno y cariñoso que en la placidez de su retiro pasó varias tardes de su años otoñales, sentado en la terraza de su casa en Cartagena, viendo la inmensidad del Mar Caribe, ese Caribe que lo revistió de grandeza y lo hizo eterno, a lo mejor buscando en esa inmensidad una salida a los laberintos intrincados de su memoria, cuyos vericuetos  se cerraban anteponiéndose a su paso, pero que a pesar de eso, logró mantener intacto hasta sus últimos días, el buen humor que lo caracterizó y el sentimiento de cariño por sus  seres queridos, ya que para aquel entonces, la vida le había arrebatado sus recuerdos.

A pesar que las distancias, debido a la diferencia de edades, se acortan con el pasar del tiempo y que por aquellos azares de la vida logramos encontrarnos en un tema común (esa pasión alucinante que ambos sentimos por la música de acordeón), ya con mis sentimientos a merced de la nostalgia, mientras escribo estas remembranzas, me es imposible ubicarlo en mi memoria como lo vi la última vez. Sólo logro transfigurar su imagen con recursos poéticos y sigo manteniendo la que prevalece en la retina de mis recuerdos: lade aquel señor de bigotes vestido de blanco, que en sus viajes fugaces y sin anunciarse, iba de visita a la casa de mis abuelos.

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